Nuestro Goebbels, Traducción: Carlos X. Blanco

Conflitti&Strategie (GP)
Uno de los errores más comunes tanto entre los partidarios del progresismo como entre los del conservadurismo, dos posiciones que hoy tienden a converger en una forma de reaccionarismo común, es la idea de que la modernidad representa siempre un paso adelante respecto del pasado. Los primeros llevan conceptos hasta extremos que los segundos preservan acríticamente. Al fin y al cabo, todo conservadurismo no es más que la conservación de un progresismo anterior, que alguien querrá después esculpir en mármol como si fuera un busto de César.
Ambas visiones, sin embargo, evitan cuestionar los conceptos que se han vuelto dominantes en el debate público, por más a menudo exagerados, distorsionados o incluso, paradójicos que puedan ser. Pero no es así como se juzga la historia. Cada época tiene su propio ritmo, sus propias razones y sus propios errores, y debe entenderse de forma relativa, nunca absoluta. El hecho de que hoy gocemos, por ejemplo, de mayor libertad en las costumbres no implica que nuestra sociedad sea automáticamente mejor que las anteriores, donde los hábitos eran quizá más rígidos, pero también más estables. Cada época pasa por transformaciones, tensiones, conflictos y ambigüedades, sin que esto justifique jerarquías morales entre distintas épocas.
De hecho, la actual obsesión por los derechos, a menudo los más improbables y autorreferenciales, no representa en absoluto un objetivo de justicia adquirida. Por el contrario, la proliferación descontrolada de derechos tiende a producir efectos perversos: se superponen, se neutralizan, se contradicen y acaban limitando las libertades reales. Si, por ejemplo, me niegan el derecho a hablar porque alguien se siente ofendido por lo que digo, tal vez hubiera sido preferible haber tenido una época en que la gente no tuviera miedo de ofenderse mutuamente, sin saberlo, con cada palabra que pudiera convertirse en un caso judicial o en un pretexto para la represión en nombre del respeto a alguna minoría imaginaria apoyada por todo el sistema.
El sistema que protege a las minorías es algo que literalmente te hace sonreír y, de alguna manera, hay algo en todo ello que no encaja. En este nuevo escenario, tal vez prosperen los abogados y los censores en nombre de la democracia, pero todos los demás pierden, incluidos aquellos que hoy se declaran perturbados hasta por un aliento fuera de lugar. Lo mismo ocurre con la política. Hemos sido educados para condenar las ideologías totalitarias que marcaron la Europa del siglo XX. Nos han dicho muchas veces que nuestros abuelos tomaron decisiones equivocadas al unirse al fascismo, al nazismo o al bolchevismo. Y sobre estas ideologías acabaron prevaleciendo, al menos formalmente, la libertad, la democracia y el respeto mutuo. Pero ésta es sólo la verdad de los vencedores que proclaman haber aprendido de la historia y ser ahora inmunes al riesgo de repetir los mismos errores. Y, sin embargo, la historia nos enseña que nadie repite exactamente los mismos errores, sino que simplemente comete otros nuevos, a menudo incluso más graves. Está sucediendo ahora mismo ante nuestros ojos. Occidente, convencido de su inmunidad moral, se ha embarcado en una nueva cruzada ideológica, demonizando a sus enemigos con un fervor que recuerda ciertas formas de racismo del pasado. La generación actual legitima sus obsesiones con todo tipo de justificaciones y el resultado parece obvio: un nuevo frente se vislumbra en el horizonte y una vez más la gente volverá a masacrarse entre sí con brutal ferocidad. Nos hacen creer que ciertos horrores no pueden volver a ocurrir porque pensamos que hemos aprendido de los que ya sucedieron. Pero ese no es el caso. Como advertía el filósofo Rensi, no aprendemos nada de la historia y ésta es precisamente la fuerza del proceso histórico. Cuanto más hablamos de la memoria, más olvidamos. Erigimos monumentos al recuerdo, pero los adaptamos a las necesidades del presente, transformándolos en instrumentos de poder y justificación de odios radicales.
Los vencedores del mañana nos juzgarán. Y si un día se liberan de nuestra “corrección política”, juzgándola reliquia de una época decadente e hipócrita, nos verán exactamente como hoy vemos a los italianos que marcharon sobre Roma, a los alemanes que siguieron a Hitler o a los soviéticos que aplaudieron a Stalin. Es incluso probable que, si la democracia y el liberalismo se desmoronaran, quienes salieran revalorizados serían sus antiguos oponentes, despreciados y estigmatizados como seres inmundos. En verdad, algunos nostálgicos ya lo hacen. Pero me gustaría ver cuál de nuestros políticos, que hablan del bárbaro expansionismo ruso, no se enorgullece cuando habla del Imperio Romano. Aquellos Césares estaban bien, estos no (quod erat demonstrandum).
Después de todo, la democracia no coincide con el poder del pueblo, ni el derecho a votar garantiza mayor libertad que una aclamación colectiva o una revolución que derroque un orden consolidado. Toda época tiende a juzgarse a sí misma con indulgencia, al menos por parte de quienes la dominan. Se culpa a los vencidos, se seleccionan recuerdos funcionales, se romantiza un pasado que nunca pasó porque nunca llegó, salvo como reconstrucción más o menos arbitraria de los acontecimientos. Sin embargo, hay pensadores capaces de juzgar más allá de su tiempo, basando sus reflexiones en supuestos universales, válidos en todas las épocas. Debemos confiar en ellos si realmente queremos comprender nuestro tiempo. Sólo así podremos escapar del dominio de las evaluaciones extemporáneas impuestas por los acontecimientos actuales, por los académicos antihistóricos y por sus objetivos inmediatos.
Las sociedades cambian de forma, pero no de naturaleza. Los símbolos, los lenguajes y las excusas cambian, pero el hombre sigue siendo maestro en el arte de la autoabsolución incluso cuando comete atrocidades peores que las del pasado. Digamos algunos que sean fácilmente comprobables incluso en los crímenes de nuestros días. Algunos países son hoy culpables de crímenes aún más graves que los cometidos por el nazismo. Como entonces, la prensa y la historiografía están a menudo al servicio del poder y encubren sus propias fechorías exagerando las de los demás. Véase Gaza. Tenemos nuestros Goebbels, pero los llamamos expertos imparciales. De esta manera, los crímenes se convierten en efectos secundarios veniales de intervenciones humanitarias para exportar valores universales. Nuestro Goebbels…
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Traducción: Carlos X. Blanco.